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18/09/2025

Le pegaban con un látigo, no conoció la calle y nunca fue acariciada: la niña que fue rescatada por un proteccionista de animales

Fuente: telam

Mary Ellen vivió una infancia marcada por el maltrato de sus padres y la indiferencia de un sistema que contemplaba el abuso contra animales, pero no la violencia ejercida sobre los niños. La golpeaban, la tajeaban, no recibía cariño y la exponían al calor y al frío, hasta que una trabajadora social y un activista inesperado llevaron el caso a la justicia. La historia del primer caso de maltrato infantil

>Mary Ellen se adelantó a su tiempo. Nació como Wilson, se convirtió en McCormack. Tuvo primero una madre, después otras. No era la única niña que había pasado por los métodos de la época, pero su caso no tuvo precedentes. Su infancia transcurrió en un presente histórico en el que la crianza se moldeaba a base de castigos psicológicos, verbales, físicos. “Mamá tenía la costumbre de pegarme casi a diario”, testificó cuando era apenas una niña. Lo hacía, dijo, con un látigo de cuero. Reveló que le tajeaban las manos con tijeras, que nunca la acariciaron, que no conocía la calle. Era hija de una era en la que no existían leyes que la protegieran del maltrato de madres y padres. Para que su historia de desgracia no fuese una más, hubo un vecindario atento y un subterfugio en la legislación que contribuyó a constatar lo absurdo de la naturaleza humana.

La tragedia temprana alteró los planes familiares: obligó a la mujer a trabajar turnos dobles en una lavandería del hotel. Para cuidar a su hija contrató a Martha Score, que vivía en Mulberry Bend en el Lower East Side, un barrio bañado por las olas del río East y fundado por los primeros inmigrantes neoyorquinos. La segunda casa de Mary Ellen eran habitaciones minúsculas, abarrotadas y cerradas. La pensión de viudez de dos dólares se ocupaba de cubrir los costos de la asistencia.

Medium, en una investigación realizada por la periodista italiana Giulia Montanari, relató que por un retraso en los pagos y porque no quería hacerse cargo gratuitamente de una niña que no fuera su hija, tres semanas después del retraso de los pagos Score se la entregó al Departamento de Caridades de la Ciudad de Nueva York. El artículo dice, incluso, que cuando la madre biológica recompuso su estabilidad financiera le negaron la devolución de su hija alegando que la menor había muerto.

A comienzos del año siguiente, el Departamento de Caridades aprobó (o tal vez forzó) la adopción a un matrimonio de Manhattan: Thomas y Mary McCormack. Establecieron un reporte anual de las condiciones del trámite de adopción: no se cumplió. El expediente tampoco se completó debidamente. El proceso fue irregular e ilícito. Incluso, según apuntan algunos informes, Thomas McCormack firmó un acuerdo de “contrato”: convertía a su hija en una sirvienta no remunerada de forma indefinida. Mary Ellen vivió ocho años en su cuarta casa. Solo hubo dos presentaciones de informes -probablemente adulteradas- sobre su progreso ante los Comisionados de Caridades y Corrección.

Thomas McCormack, como su padre biológico, murió pronto. Mary volvió a formar pareja: se casó con Francis Connolly. El padecimiento de Mary Ellen había sido poco hasta entonces. “Infeliz y abrumada, la madre adoptiva empezó a abusar físicamente de su hija”, apunta la nota de The New York Times. El maltrato se manifestaba en golpes, quemaduras, cortes, azotes, suciedad, encierro, confinamiento, trabajo forzoso, dormir en el piso, prohibiciones. Mary Ellen no conocía otra forma de vida que sufrir y servir a su madre adoptiva. Cuando ella se iba de la casa, la dejaba encerrada en un armario sin luz y con una alfombra donde descansar. O la dejaba atada a una cadena, como si fuese un perro: la analogía que paradójicamente se documentó para liberarla del calvario.

Vivían en West 41st Street, en un barrio de Manhattan conocido como Hell’s Kitchen, “la cocina del Diablo”. La dimensión del destrato alertó a los vecinos. Margaret Bingham, propietaria de la vivienda donde vivían los Connolly, presenció el horror: en días calurosos la dejaban encerrada en un cuarto sin ventilación, en días fríos estaba desabrigada, su ropa era siempre la misma, los golpes y la desatención eran rasgos evidentes. Quiso intervenir. No pudo. Amenazó con desalojarlos: el ultraje no cesó y el matrimonio se mudó. El plan no funcionó y la mujer recurrió al Departamento de Caridad Pública y Corrección que administraba la casa de beneficencia, la cartera de trabajo, los manicomios, los orfanatos, las cárceles y los hospitales públicos de la ciudad. El relato inspiró a la investigadora Etta Angell Wheeler, una trabajadora social metodista y empedernida que ideó una estrategia para constatar la vejación.

La trabajadora social certificó las sospechas: la niña de nueve años que parecía de cinco tenía en su cuerpo un mapa de quemaduras, moretones, raspones, cicatrices, cortes, heridas en sanación, heridas frescas, la piel estaba pálida, la ropa permanecía sucia, la contextura diagnosticaba delgadez y la mirada denotaba sumisión, indefensión. “No la volví a ver hasta el día de su rescate, tres meses después”, expresó Wheeler.

La solución la encontró la sobrina de Etta Wheeler. Le dijo, sencillamente, que la niña pertenecía también al reino animal. Esa idea inocente inspiró su reacción para explorar una compensación, un vericueto legal. Apeló a Henry Bergh, un reconocido reformador social. Hijo de Christian Bergh III, un exitoso constructor de barcos, vivió en la abundancia. No pudo graduarse en Columbia. Quiso ser actor y dramaturgo. Pero se convirtió en diplomático estadounidense. Abraham Lincoln, presidente de los Estados Unidos, lo nombró secretario de la delegación en Rusia.

Era 1963 y Mary Ellen Wilson no había nacido. Bergh vio cómo un campesino golpeaba a un caballo herido: no lo toleró. El libro Un traidor a su especie: Henry Bergh y el nacimiento del movimiento por los derechos de los animales relata en profundidad la causa de un millonario reconvertido en activista. Su autor, el historiador Ernest Freeberg, contó que en esencia no era un amante de los animales: lo que le indignaba era la crueldad humana. “La gente lo consideraba el gran amante de los animales pero en realidad no le gustaban mucho. No tenía mascotas, no expresaba ningún afecto real por los animales, pero odiaba la crueldad humana”.

Por eso, ocho años después, Etta Wheeler lo visitó. Él, amable, eligió ser cauteloso. Antes de ejercer su intervención, debía estudiar el caso con documentación y testimonios de testigos. Cuando lo hizo, se convenció. “No hay que perder tiempo. Dígame cómo proceder”, le dijo a su abogado, Elbridge Thomas Gerry. Necesitaba una comprobación visual que atestiguara el martirio: un investigador se presentó en la casa de los Connolly como representante de un censo de la ciudad. Con pruebas sólidas, presentaron el caso ante la Corte Suprema del Estado de Nueva York.

Los abogados comparecieron ante el juez Abraham Riker Lawrence: denunciaron que Mary Ellen Wilson estaba retenida ilegalmente en una casa con dos adultos que no eran sus padres biológicos ni sus tutores legales que la sometían a golpes y encierro. Argumentaron que de consistir en estas prácticas violentas, la niña podría ser mutilada o asesinada. Bergh aclaró que no se había involucrado en carácter de activo militante por la protección de los animales. “A menudo se describe que el caso se originó porque el niño era miembro del reino animal. Bergh, sin embargo, insistió en que sus acciones eran simplemente las de cualquier ciudadano humano y que tenía la intención de prevenir las crueldades infligidas a los niños a través de cualquier medio legal disponible”, especificó la escritora Marian Eide.

En el estrado testificó lo que habían hecho de ella en los últimos ocho años. El relato es escalofriante: “Mi padre y mi madre están muertos. No sé cuántos años tengo. No recuerdo ningún momento en el que no viviera con los Connolly. Mamá tiene la costumbre de golpearme casi todos los días. Solía castigarme con un látigo retorcido. El látigo siempre dejaba una marca negra y azul en mi cuerpo. Ahora tengo las marcas negras y azules en mi cabeza que fueron hechas por mamá y también un corte en el lado izquierdo de mi frente que fue hecho con un par de tijeras. Me golpeó con las tijeras y me cortó. No recuerdo haber sido besado por nadie, nunca me ha besado mamá. Nunca me han acariciado. Nunca me atreví a hablar con nadie, porque si lo hacía me pegaban. He visto medias y otras prendas en nuestra habitación, pero no puedo ponérmelas. Siempre que mamá salía, me encerraban en el dormitorio. No sé por qué lo hacían, mamá nunca me dijo nada cuando me golpeaba. No quiero volver a vivir con mamá, porque me pega mucho. No tengo ningún recuerdo de haber estado en la calle en mi vida”.

Al día siguiente, un artículo publicado en el medio estadounidense decía: “Es una niña brillante, con rasgos que indican una capacidad mental inusual, pero con un aspecto cansado, atrofiado y prematuramente viejo. Su aparente estado de salud, así como su escaso vestuario, indicaban que ningún cambio de custodia o condición podría ser mucho peor”.

Mary Ellen fue liberada de su casa a través de una orden judicial de homine replegiando, un recurso legal para restituir a una persona de una detención ilegal bajo fianza. Mary Connolly, la madre abusiva, compareció ante los tribunales ese mismo año. El 21 de abril fue declarada culpable de agresión grave y condenada a un año de trabajos forzados en una penitenciaría. Su hija adoptiva de diez años fue trasladada luego del juicio a un albergue institucional para niñas adolescentes.

Mary Ellen seguía siendo una niña. Su quinto hogar tampoco resultó acorde a su edad. Etta Wheeler volvió a intervenir y solicitó la custodia permanente. El juez Lawrence aceptó: Mary Ellen fue enviada a la casa de la madre de la trabajadora social, Sally Angell, y luego -ante la muerte de la mujer- quedó bajo el amparo de la hermana menor de Etta Wheeler, Elizabeth, quien finalmente crio a la menor que sobrevivió sus primeros días años bajo el sometimiento de sus padres adoptivos.

Fuente: telam

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